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lunes, febrero 3, 2025
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Acerca de la amistad

Quién no ha tarareado alguna vez en una celebración, en una velada, en un evento o en cualquier sarao «Algo se muere en el alma cuando un amigo se va… y va dejando una huella que no se puede borrar… El amigo que se va es como un pozo sin fondo que no se puede llenar»; deslavazados estribillos de las «Sevillanas del adiós» que utilizan el ritmo alegre de este palo flamenco para expresar un sentimiento de tristeza, una rara combinación que se asemeja a un oxímoron por contrapuestas.

Pero por mi talante algo mustio y sosegado o por mi torpeza para el baile, me gusta más la canción de Alberto Cortez «Cuando un amigo se va», aunque ambas vienen a contar la misma pérdida afectiva. Bien es cierto que una lo hace desde una dimensión  espiritual y la otra, desde un plano más secular.

Hay muchas canciones y cantantes que a través de los tiempos hablan de este sentimiento tan importante para las personas y para la convivencia.

También los grandes nombres de la historia han reflexionado y dictan sus opiniones sobre la amistad. Desde Aristóteles, que afirmaba que la amistad perfecta es la de los hombres buenos o virtuosos, hasta Albert Camus que, entre otras opiniones,  mantenía que la amistad puede derivar en amor y nunca al contrario.

Me animo a buscar en el diccionario sinónimos sobre la amistad, y allí, en la pantalla, me encuentro con: Compañerismo, confraternidad, hermandad, camaradería, lealtad o aprecio e incluso se atreven a incluir amor. Pero ninguno de ellos me convence, ninguno es tan redondo, ni describen lo que este sentimiento o emoción implica. No obstante, es habitual aplicarlos o confundirlos con el afecto de forma interesada.

Al abuelo le gustaban mucho los boleros de Jorge Sepúlveda y los tangos de Gardel. Después de sus años de estudiante posiblemente, y con nostalgia, también escuchó a Floreal Ruiz cantando «Mis amigos de ayer». 

Porque el abuelo llegó a cursar tercero de bachillerato que, en aquel tiempo de la posguerra, no estaba al alcance de cualquiera y presuponía un futuro profesional o académico. Por eso, algunos de sus compañeros de entonces llegaron a ser reputados médicos, abogados, empleados de banca e incluso ediles. Pero por razones familiares él no pudo continuar su formación y tuvo una ocupación tan digna como la de cualquiera, pero menos exitosa o lucrativa. De aquellas aspiraciones juveniles quedaron los recuerdos y, olvidados en algún baúl de la cámara, multitud de láminas de dibujo y algunos libros de francés y latín.

Cuando desde la distancia la abuela, viuda ya, recibía noticias sobre personajes notables del pueblo, solía decir orgullosa: «ese fue muy amigo del abuelo». Si además el susodicho tenía un apellido prestigioso, una ocupación reconocida o un cargo influyente, ella se ufanaba aún más sobre los conocidos de su marido.

Como cualquiera, él se relacionó en diferentes círculos locales, tuvo sus compañeros de trabajo, de la mili, de tertulia o de copas, pero nunca mencionó un afecto particular por nadie. Al contrario de ella, él no ostentó ni solicitó ayuda a esa red de conocidos que, por su estatus, pudieran facilitarle un documento, acelerar algún trámite o para resolver cualquier asunto administrativo.

Es más, sobre determinados círculos o ambientes, como en los negocios, la política o la economía y, en cuanto a la amistad, el abuelo manifestaba notorios reparos. Guiñando un ojo, decía que no casaban bien. Quizás por eso, y de forma desenfadada, afirmaba que el mejor amigo era un duro en el bolsillo.

No estoy muy convencido de su punto de vista pues, aunque reconozco que el dinero sirve para aliviar o resolver muchos contratiempos, en cuestiones emocionales apenas importa a no ser que seas un adulador; y así una amistad interesada no tiene ningún valor.

Seguramente la abuela confundía la importancia y los valores de la amistad deformándolos y presumiendo de ellos con un orgullo extravagante.

A las redes sociales actuales les pasa lo mismo, que subestiman e infravaloran la amistad. Aunque Roberto Carlos cantase que deseaba tener «Un millón de amigos», no es de recibo ni lógico que lleguemos a tal cantidad. Ni siquiera es comprensible tener cientos, o miles, porque ni a una minoría los podemos conocer personalmente. Son apenas una lista de nombres o seudónimos vinculados por cualquier interés común, por alguna afinidad o por simple cotilleo, y siempre unidos por un algoritmo caprichoso.

Particularmente reconozco que, entre mis contactos, hay algunos con los que me gustaría tener mayor relación o complicidad porque sus perfiles son muy interesantes e invitan al aprendizaje. Pero la realidad es que mis íntimos no llegan a superar los dedos de una mano, fieles, incondicionales. Junto a ellos sería capaz de perder la vergüenza y, aunque desafinando, me atrevería a cantar la canción de «Los Manolos» «Amigos para siempre». Porque eso es lo que quiero, mantener este gran patrimonio; y si alguna vez perdiera su confianza o desaparecieran de mi entorno, no sé cuánto de mí se iría con ellos.

El Globosonda: Texto para la Caja Negra de febrero del 2025.

Rafael Toledo Díaz 

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