Caminaba tranquilo por la senda del camino contemplando extasiado la naturaleza que presentaba el monte con sus pinares y la iluminación que producían las flores de los cardos y de las aliagas, cuando, de repente, oí una voz que me pareció alarmante por lo escondido del paraje.
Me dirigí al lugar donde escuchaba la voz que me pareció de un tono lastimero y, al rebozo de una retama, vi a un hombre que estaba ladeado sobre la tierra y que se debatía con una mano estirada sobre su pierna, comprobando que había caído en un cepo de caza.
– Ayúdeme, por favor a quitarme el cepo que me está haciendo desangrar.
– No se preocupe que voy a intentarlo.
Haciendo palanca con un trozo de madera y una una piedra, lo intenté por primera vez, pero sin conseguirlo. Me fijé en la junta del cepo, observando y acerté a separar parte del muelle y, al instante, saltó la trampa hacia arriba, pudiendo el atrapado salvar la pierna.
– Muchas gracias—me dijo con voz aún delicada-se lo agradezco.
– Nada, no ha sido nada ¿Puede usted andar?
– Voy a intentarlo, pero creo que sí-haciendo esfuerzo por levantarse apoyándose en el tronco de un pino.
Viendo que, aunque parecía tener problemas, sin embargo, no se sujetaba bien, le busqué un trozo de tronco de madera, para que pudiera apoyarse.
– ¿Ha venido andando?-le pregunté
– No, he traído la bicicleta que la he dejado a la entrada del camino atada a un poste.
– Bueno, le acompañaré hasta allí, para que recoja la bicicleta y, luego, la llevamos hasta mi coche y nos apañaremos para cargar la bicicleta e irnos al pueblo.
– No hace falta que se preste a tantas molestias y creo que me podré apañar solo.
– De ninguna manera, ¡venga que nos vamos!
Conseguimos intentar llegar al lugar donde se encontraba la bicicleta, habiendo caminado en el trozo de camino.
El herido dijo llamarse Alfonso y me comentó que había salido a dar un paseo y se bajó para ir a coger algunos níscalos en el pinar.
Como pudimos, llegamos a donde se encontraba mi furgoneta y conseguimos incorporar la bicicleta en el maletero y nos dispusimos a emprender la marcha.
Alfonso me dijo que no hacía falta, porque un hijo suyo ya venía en su busca, porque le había llamado por el móvil y que sabía dónde estaba, porque frecuentemente venían juntos a este lugar.
Efectivamente, a los veinte minutos apareció una furgoneta, de la que bajó un joven, que era su hijo.
Incorporamos la bicicleta al coche y, después de saludarnos, cada uno cogió su ruta.
– No sé cómo agradecer lo que ha hecho usted por mi-me dijo Alfonso, antes de irse– personas como usted no se encuentran todos los días.
– Nada, hombre, usted hubiera hecho lo mismo.
Regresando a casa conté a mi mujer y mis hijos lo ocurrido en nuestra pequeña casita a la salida del del pueblo donde vivíamos, y, en los días siguientes, nos dispusimos a pasar las navidades con mi mujer y mis dos hijas.
Pasada la navidad, llegaron los reyes.
El día cinco de enero a mediodía llamaron a la puerta y un recadero nos entregó un gran paquete, sin que nosotros hubiéramos realizado ningún pedido.
En fin, nos quedamos con el paquete sin abrirlo, esperando a la noche de reyes para ver la sorpresa.
Después de la cena, abrimos el paquete y nos encontramos con una enorme tarta en cuya parte central se encontraban los tres Reyes Magos montados en una bicicleta de chocolate y caramelo de la que colgaba un papel.
Lo abrimos todos intrigados y pasamos a leerlo:
– “Mi querido salvador del monte, esta pequeña sorpresa en agradecimiento de su apoyo cuando tuve la cogida del cepo en el monte. Como tengo buena memoria retuve en mi cabeza el dato de la matrícula de su coche y he estado indagando quién era, porque durante el enredo de la trampa, no tuve tiempo de saber tan siquiera su nombre.
Sirva este detalle de reconocimiento a su gran solidaridad y le adjunto un vale para cuatro personas en la que incluyo el obsequio de cinco comidas en mi bar de nombre “El bosque”, que usted debe conocer en nuestro pueblo. Un enorme agradecimiento y le comunico que mi pierna está perfectamente.”