Recuerdo que, siendo aún un mozalbete, cuando todavía llevábamos los muchachos el tirachinas en los bolsillos; algunos fines de semana, nos contrataban a los chavales y también a jornaleros adultos, (de palabra, apuntando nuestros nombres en papelotes) para ojear perdices en los cotos, durante dos o tres días; donde los dueños invitaban a ilustres del universo predilecto del momento: próceres del mundo del parné, juristas, altos mandos de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado y políticos de altos vuelos… Me acuerdo, como si hubiera sido ayer, de aquellas mañanas, al alba, de hielos y escarchas que nos dejaban ateridos, mientras esperábamos en la carretera, unas veces en “La Plazoleta” y otras en la parte baja de la aldea, al borde de la carretera, hasta que llegaban los tractores de los propietarios de las fincas, con los remolques de transportar animales, cereales, leña, piedras y basura para abonar la tierra… Y tras, el guarda o “arrimados”, “pasar lista” para comprobar si estábamos todos los “ojeadores” que, días antes, en las tabernas, los guardas y adláteres de los señores habían garabateado nuestros nombres en un trozo de papel de estraza o en una “libreta de rayas”, nos apelotonábamos junto a los vehículos. Enseguida nos encaramábamos a los remolques; tantos ojeadores nos acoplábamos en un mismo tractor, que íbamos –agudezas de algunos- “prensados como las sardinas de cuba”, y alguno más arriesgado, valiente, joven y ligero, aguantaba el trayecto encima del hierro del enganche del remolque, agarrado a la cabina del vehículo agrícola. Muchos de aquellos venadores eran altaneros; de vastas y prontas ambiciones; ajustándolo todo a sus egoístas paranoias de “importantes” e intereses. En cada gesto, disparo y pieza cobrada buscaban renombre y reconocimiento… Buscaban el poder sin trabas…, la reputación, la fama… Los monteros que pisaban los más altos peldaños económico-sociales, se sentían muy eufóricos cuando los batidores de escalones más bajos, los halagaban, por su puntería, indumentaria y armamento… Qué chulos se ponían ellos, cuando caía una perdiz “larga” que había “chocado” con los perdigones y no por la buena puntería; ya que muchos, no le daban un tiro a un cerro… Qué “cuadros” cuando mataban un “manojo” de gallináceas… Con santiguamientos, creían que dios los había favorecido… El propietario del coto y anfitrión de una veintena de exóticos y opulentos venadores, les asignaba a cada batidor o “posta-puesto” dos, “secretarios”: uno para recargar las escopetas y otro para recoger las piezas abatidas, entresacados de entre nosotros los ojeadores, con mejor conducta, más aseados y despabilados, para tener prestas las armas y terminado el ojeo pillar, corriendo, hasta las perdices perniquebradas, cansadas y “caídas de ala”… Hoy, en aquellos “puestos-postas” de antaño, se suelen apostar (¡invitados…, si!) elegantes dirigentes demócratas, malandrines gangueros…; admirados mitineros, trocadores de privilegios, mercedes y compradores de miserias, para su medro… Pasados unos años, a mí, con mi currículo de indígena conocedor del terreno y mi padre con su intachable conducta, en dos contiendas bélicas, me mandaban con alguno de los engolillados y notables “perdiceros”, rápidos apretando el gatillo, con mejor puntería y con más guita… El “señor” que, con más agrado recuerdo, es el de “Magdalenas Ortiz”; por su campechanía y empatía hacia mí, (la acompañante era agraceña) ya que en otras cacerías había tenido algún “secretario” de “uña larga” que, aunque no fuera titular de espingarda, le mangaba cartuchos de manera descarada, para vendérselos a escopeteros furtivos de la aldea… Yo percibía que aquel tipo, aunque con caros “atalajes” de burgués y pinta de triunfador dinerario, no le hacía mucha gracia cómo algunos de sus colegas trataban a ojeadores y secretarios… No era uno solo el “señorito”, que le decía al “secretario”, cuando entraban las perdices, que se agachara y se pegara a su trasero y entonces lo bombardeaba a pedos… Aprovechándome de las reflexiones de los antiguos clásicos Plinio el Joven y de Tácito, digo: que me gusta decir verdades, sin resentimiento ni parcialidad y que alguno más las oiga y le plazca, aunque les moleste a bufones y mercenarios de los indignos preponderantes…Efectuado “el doblete” o dos tiros de rigor para que comenzaran los ojeadores a vocear, espantando perdices hacia las postas o puestos, los señores batidores tenían tiempo de intimar, intercambiando saludos, recomendaciones, leyes, sentencias, opiniones, proezas en ojeos anteriores y en las partidas nocturnas, de cartas; jugarse buenos “montones” de billetes… A aquéllos les encantaba ser engrandecidos y nosotros, “secretarios” y ojeadores, nos prestábamos a la servidumbre a las mil maravillas…; porque el apogeo de las penurias persistía y había que allegar al hogar algunas pesetillas, para hacerle frente a la miseria… En uno de aquellos conciliábulos cinegéticos, aquel empresario de “Magdalenas Ortiz”, me ofreció un puesto de trabajo en su hacienda de Alicante. Yo, con veinte-pocos años, atrapado por las superficies verde-azules del entorno y también por tantas y tantas realidades de padecimiento de mi familia, se lo agradecí, pero le dije que, por circunstancias familiares me era imposible abandonar a mis padres… Aquellos triunfadores personajes, favorecidos por la diosa Fortuna, no podían imaginarse que un muchacho inofensivo, cabizbajo y aldeano, estaba “grabando” sus conveniencias y cambalaches, para eludir impuestos, mangonear en las cosas de la justicia y de los gobiernos; repartirse, en una cacería, cargos relevantes, beneficios y condecoraciones… Entre ellos había un “espada” famoso: “El Cordobés”… Al finalizar algunos ojeos, al visualizarlo o estar próximo a él, yo me sentía inquieto a ratos y otras veces indiferente ante sus bravuconadas y engreimientos… A aquel individuo le venía muy grande el “traje” de burgués-feudal, ancestral, haciendo visajes burdos y lamentables, para encajar entre latifundistas y, a la vez, con nosotros, los muertos de hambre… No tengo el porqué sentir reparo, al decir que era un tipo un tanto farruco y vanidoso, poseído por la fama del “Pase” y “Salto de la Rana”… Cuando le daba “el puntazo” y nos veía boquiabiertos mirándolo, dejaba asomar billetes de mil pesetas en los bolsillos de la vestimenta verde encina y simulaba, con sonrisa cínica, que se le caían o los echaba a garulla… Un día estábamos subidos en los tractores, para partir hacia un nuevo ojeo (los señores y señoras iban en sus impresionantes “autos”) y solo faltaban de incorporarse cinco o seis personas mayores, que se habían quedado algo rezagados por cansancio… El “Diestro” quiso hacer una gracia y tiró unos billetes de mil pesetas al suelo cerca de los mayores; los ojeadores al ver el dineral (dineral porque nos pagaban un mísero de jornal) se lanzaron de los remolques y la “pelotera” arrolló al “Hermano José Antonio”, que había agarrado un billete, teniendo que reanimarlo… A casi todos nosotros, acobardados, alelados y serviles, todo nos parecía bien… Cualquiera se atrevía a cuestionar cualquier actitud de aquellas gentes y menos del “Torero”, que en la mayoría de los pueblos manchegos, hasta en los altares le hacían ofrendas… Finaliza en el siguiente capítulo.
Salvador Jiménez Ramírez