Allá en el horizonte, a través de la vejez de lo eterno, tiendo mi mano a los silenciosos corredores del ayer y en la soledad de la memoria, un tanto imprecisa, regreso a las celebraciones familiares del día de San José. Mis dos abuelos llevaron ese nombre. Pero fue uno de ellos, el padre de mi padre, el que tenía oratorio, aunque el verdadero nombre era “La habitación del Santo”. En una hornacina escavada en la pared, de tamaño casi natural, la imagen de San José con el niño Jesús cogido de su mano nos miraba desde el centro de la habitación mejor de la casa. Allí se recibían a las mejores visitas y siempre aquella estancia estaba impecable. El santo nos miraba con bondad y el niño cogido de su mano era bello y dulce.
El abuelo José rezaba delante de él arrodillado en silencio sin premura y el tiempo se detenía en silencio como si la tierra no girara sobre su eje. Por la tarde la casa se llenaba de gente que llegaban a felicitar al abuelo y para todos había dulces y licores, refrescos y acogida sin dejar de sonreír el abuelo al dar la bienvenida a unos y despedir a otros. El abuelo se fue muy pronto, un día de vendimia y nunca más se invitó a nadie el día de San Jose. La abuela Chon continuo a diario rezando en la Habitación del Santo encendiendo los altos candelabros con sus velas en las primeras horas de la tarde. Después, a diario se iba a misa. El día de San José, a media mañana, íbamos las dos al cementerio a rezar delante del retrato del abuelo. Nos volvíamos pausadamente mientras ella se limpiaba los ojos y recordábamos al abuelo al que sentíamos a nuestro lado.
Unos años después la abuela se marchó y junto a la fotografía del abuelo pusimos la suya en el silencio del cementerio donde también había con ellos una imagen del santo. La vida fue haciendo cambios, mi padre se convirtió en abuelo y el día de San José, sin olvidar la oración familiar muchos años lo celebramos en Valencia asistiendo al rito ancestral del fuego.
El Día del Padre era un día muy importante en mi familia: papá recibía regalos año tras año a pesar de sus protestas y de decirnos que tenía de todo. Cuando mi padre se marchó quedaron, perfumes, corbatas, bufandas y libros recibidos en ese día guardados sin gastar ni estrenar. Mamá lo siguió a los trece meses y desde entonces ese día no fue igual. El Santo sigue en su habitación más solo porque se han marchado muchos de nosotros. En éste día no me siento desamparada espero seguir sus pasaos cuando Dios así lo quiera. Mientras mi vejez avanza yo guardo el legado que ellos me dejaron, su fe y su esperanza en la infinita misericordia de Dios, con los pies en el suelo respetando a los vivos y rezando por todos.
Cuando el amanecer rompe las negruras de la noche de cada diecinueve de marzo salgo a recibir el adiós de la ultima estrella, la del alba; Venus. Y entonces en la brisa escucho sus voces amadas sin palabras, pero conmigo, leves como el tornasol escarlata del cielo que se va difuminando allá lejos... En esa lumbre celeste crezco y me elevo por encima de mi cuerpo. En silencio rezo el Padrenuestro que ellos me enseñaron y legaron, al Patriarca San José, protector de la familia, la mía, y todas la que forman la sociedad habitada en la tierra.
Hay muchos caminos que recorrer, misterios sin desvelar, mundos ignorados y guerras inútiles que atraviesan la paz de los pueblos dejando terror y heridas difíciles de cerrar junto a la ambición desmedida del poder y del dinero. El tiempo se nos escapa como agua en las manos: se nos diluye como los amaneceres y si nos falta fe y esperanza no tenemos nada.
La vida de cada persona es sagrada y por eso nadie debería manipularla ni atacarla. Nos falta amor fraternal y nos sobran huracanes de maldad. Allá en el horizonte mi plegaria vuela, algo torpe quizá, y en esa levedad desnuda de soberbia intento dejarle a los míos un legado de amor por encima del tiempo similar a la Habitación del Santo donde tanto aprendí.
Natividad Cepeda